Mtro. José Luis Ramírez Vargas
La rápida expansión
de Coviv-19 ha venido trastornando la vida cotidiana de nuestras sociedades y en
consecuencia la práctica religiosa de las iglesias y asociaciones. Se habla de
la cancelación de la peregrinación a La Meca para los islámicos, la clausura de
templos y sinagogas, e inclusive, el Papa ha suprimido las audiencias y celebra
sus Misas en privado.
Nos sorprende ver
que los grandes logros de la ciencia y de la tecnología están apenas intentando
frenar no sin grandes esfuerzos este flagelo mundial, comparable, con justa
razón, con las epidemias que han hecho
historia a lo largo de los siglos, como lo fue la llamada “Peste negra” en el
siglo XIV que acabó con una tercera parte de la población europea, la malaria en el s. XVI, la peste en el sur de
Francia el siglo XVIII que diezmó la
población matando a más de 100,000 personas, y la epidemia del cólera en la que
fallecieron, a mediados del s. XIX, más de 150,000 en todo ese país. Sin
olvidar, la llamada “gripe española” de apenas hace un siglo, en la que
perdieron la vida entre treinta y cincuenta millones de personas en el mundo, o
sea, el doble de los que murieron en el curso de la Primera Guerra Mundial.
Siguiendo con la
Historia, recordemos cómo la Iglesia Católica ha estado presente en todos esos
momentos trágicos de la Humanidad, en las épocas en que no había hospitales, y
los pocos que comenzaban a existir habían sido erigidos por algunas órdenes
monásticas o religiosas, como la Orden de Caballeros Hospitalarios en el s.
XIII o la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios en el s. XVI. Muchos
religiosos fueron en aquellas circunstancias un ejemplo de dedicación a los
enfermos, aún a costa de su propia vida: un sacerdote llamado Camilo de Lelis,
considerado como el precursor de la Cruz Roja, fundó en Roma, durante la expansión
de la malaria en el s. XVI, una congregación cuya especialidad era la de
atender a los enfermos y moribundos. En esa misma época la Compañía de Jesús (orden
de los jesuitas), habilitó sus casas para atender a enfermos y agonizantes. Un
joven religioso de esa orden, de apenas 23 años, murió al ser infectado al trasladar
un enfermo sobre sus hombros, se llamaba Luis Gonzaga. En el curso de seis
años, tres Papas, fallecieron a consecuencia de los contactos durante la epidemia,
entre 1585 y 1591: Sixto V, Urbano VII y Gregorio XIV.
Volviendo a la
actualidad, la pandemia que vivimos no sólo ha trastornado las economías sino
también los planteamientos y proyectos de vida de creyentes y no creyentes, por
lo que no resulta sorprendente que incluso un gobierno laico, con régimen de
separación Iglesia-Estado, como lo es el de Francia, haya convocado, por
iniciativa de su presidente, el Sr. Macron, a una reunión -virtual- con los
representantes de “todos los cultos” para tomar medidas de conjunto en favor de
las actitudes a tomar y estrategias a seguir para una mejor defensa de la
sociedad en contra de la pandemia.
Los acontecimientos
que vive en el presente la humanidad son una invitación para creyentes y ateos a
dar una respuesta a los interrogantes de los cuales ya hablaba, hace casi 50
años, el Concilio Vaticano II: “…son cada día más numerosos los que se
plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más
fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la
muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor
tienen las victorias logradas a tan alto precio? … ¿Qué hay después de esta
vida temporal? (Gaudium et Spes,10).
Tanto unos como
otros debemos ser capaces de dar esa respuesta que nadie pude eludir. La Fe
cristiana ofrece una respuesta al misterio que se esconde detrás de esos
interrogantes, que el misterio de la Cruz, por lo que todo hombre puede
encontrar la luz que ilumine su sufrimiento y su vida. En efecto, el Dios de
los cristianos es un Dios que habla a través de los acontecimientos, y éste que
se vive ahora es uno de esos que no pasan desapercibidos, y nos obligan a dar
una respuesta personal contundente y real, como lo es la muerte que lleva a
menudo consigo este flagelo. Y esto, porque creer en Dios no es sólo creer en determinadas
verdades, sino más que eso, es la respuesta radical del hombre sobre el sentido
de su existencia al Autor de la vida. De
ahí que, en aún que se encuentre en una situación de encierro obligatorio, el
cristiano puede experimentar el amor de ese Dios, y descubre la ocasión para discernir
“los signos de los tiempos”, pues: "Todo contribuye para el bien de los
que aman a Dios" (Epístola a los Romanos 8, 28-30).
Y como no hay vida
cristiana sin comunidad y solidaridad ¿qué hacer entonces? Las redes sociales
se vuelven, en estos momentos cruciales, un instrumento de comunicación-comunión
y un medio de participación en las celebraciones litúrgicas y oración
comunitaria. Las tecnologías bancarias se convierten en otro medio eficaz para
el ejercicio de la generosidad, y la lectura bíblica, ahora más que nunca, se
vuelve una religiosa costumbre en la vida cotidiana de muchos. En suma, la Iglesia no se detiene ni se
inmoviliza: pastores y fieles han buscado la manera de aprovechar el momento
para no caer en la desidia, negligencia o pereza, madre de todos los vicios y
causa de la depresión. Los “Padres del desierto” de los primeros siglos del
cristianismo, en medio de la soledad o confinamiento voluntario, eran
conscientes de esos peligros que los acechaban, pero sabían que, en contacto estrecho
con su Dios, podían salir victoriosos de todos esos males de los que nos
quejamos o huimos los mortales.
La Resurrección de
Cristo cobra ahora un sentido inusitado para los cristianos de esta generación,
es algo nuevo como nueva es para ellos cada Pascua que celebran año tras año. Hoy,
como hace más de 2000 años, el cristiano de hoy deberá decir con convicción: “…Dios
lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello”
(Hechos de los Apóstoles, 3, 15)
Post scriptum. No
olvidemos mencionar a los profesionales de la salud y voluntarios, creyentes o
no, que en estos tiempos están arriesgando su vida prestando sus servicios, muchos
de ellos ya han dejado este mundo. En el fondo de su conciencia han entendido
que el servir o inclusive donar su vida es lo único por lo que vale la pena
vivir en este mundo.