Source: Image:Model of the tenochtitlan temple complex.jpg {{cc-by-2.0}}
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Templo_Mayor_Tenochtitlan.jpg
Por José Luis Ramírez Vargas
Para los que estábamos acostumbrados desde la escuela a escuchar y a
aprender en la clase de “Historia patria” que un 13 de agosto de 1521 había
tenido lugar la caída de la gran Tenochtitlán, resulta novedoso el hecho de que
este año el gobierno actual haya decidido conmemorar ese acontecimiento como los
“500 de la resistencia del pueblo indígena”. Al respecto nos vienen en mente algunas
preguntas: ¿se puede hacer caso omiso de lo registrado y documentado durante
más de dos siglos por historiadores de renombre? ¿Qué objeto tiene priorizar
una obvia y laudable “resistencia” sobre el hecho de la derrota del imperio náhuatl
y la toma de su capital? ¿es más importante la “resistencia” que opusieron los
aztecas durante dos meses que la toma y destrucción de la ciudad emblemática? Esto, cuando es bien sabido que este hecho
marcará para siempre el destino de un territorio que se convertirá, a partir de
ese momento, en la nación mexicana.
La resistencia. Sí lo fue, pero no sólo contra los 400 o 500 soldados
españoles que capitaneaba Hernán Cortés, sino contra los miles de tlaxcaltecas,
totonacas y otros grupos que se les unieron para derrotar a un pueblo opresor
al que había que pagar tributo y a veces sufrir de su parte la captura de
víctimas para sus sacrificios. La “resistencia” indígena se dio en ambos
bandos. En contraparte, es verdad que difícilmente podría justificarse la
masacre llevada a cabo por los españoles y sus aliados indígenas en contra de
los cholultecas en 1519, y la ordenada por Pedro de Alvarado en el Templo Mayor
en 1520. Ambas son un claro ejemplo de crueldad innecesaria y de una guerra que
sobrepasaba sus propios límites. Actos como ésos terminaron por encender el
odio y preparar el camino a la toma sangrienta de la gran capital del imperio.
El resultado. “El odio a Hernán Cortés no es odio a España, sino odio
a nosotros mismos”, afirmaba Octavio Paz. La toma de la gran Tenochtitlan, de
acuerdo con los datos con los que contamos, es el resultado de una conquista
por parte de europeos, de acuerdo a su visión, pero también fue la derrota de
un imperio por parte de sus enemigos naturales, los pueblos que le estaban
sometidos. A partir de ahí vino la implantación de una nueva administración
político-social que sería, gracias a esa conquista, la extensión territorial de
la Corona española y el nacimiento de la Nueva España, el ancestro del país que
hoy llamamos México. Las generaciones que fueron surgiendo de esa nueva
realidad serían “Los primeros mexicanos”, como los nombra en una de sus obras
el antropólogo Fernando Benítez (Era: 1962). Resulta pues impropio que los
actuales mexicanos nos expresemos con afirmaciones como “nos conquistaron”, o
“resistimos”, pues nuestros ancestros estaban en los dos bandos, indígenas y
españoles.
Reescribir la historia. ¿Por qué reescribimos
continuamente la historia?, se preguntaba el filósofo polaco Adam Schaff
(Historia y verdad, Grijalbo: 1971). Su crítica se cernía sobre dos extremos
que se dan a la hora de escribir -o reescribir- la historia-, una es la llamada
“presentismo”, que es una negación de la verdad histórica objetiva: la interpretación del pasado se escribe solamente
en función de las necesidades del presente. La cultura, la mentalidad, la
ideología dominante de cada generación van recreando una historia distinta
desde su original perspectiva. El pasado del que venimos no importa mucho, lo
que cuenta es cómo se decida interpretarlo, o que hechos del pasado se desea
seleccionar, generalmente desde el poder y al servicio del poder.
A esta tesis subjetivista se opone una historia con pretensiones de
objetividad que, con el mayor número de documentos, aspira a narrar los hechos
“tal como sucedieron”, postura que no logra subsistir ante los cambios
constantes debido a los efectos que el pasado sigue ejerciendo en el presente.
De ahí que necesariamente tengamos que reescribir la historia con nuevos
significados. Según esta tercera postura,
los hechos del pasado, sin dejar de ser “objetivos”, no son algo fijo o
petrificado, sino algo vivo y cambiante. La historia en este sentido no es algo
ya acabado, sino un proceso de superación, y las verdades históricas de una determinada
narrativa, si bien parciales, son “aditivas, acumulativas” y van conformando y
confirmando una verdad objetiva.
Esas verdades que Adan Shaff llama “aditivas y acumulativas” son el fruto
del trabajo de años de investigación historiográfica, y ahora se intenta borrarlas
de un plumazo ¿en nombre de qué? ¿con
qué objeto? Parodiando a Octavio Paz en su “Laberinto de la soledad”, podríamos
aventurar que una de las razones del festejo de los “500 años de resistencia
indígena”, al enarbolar una “resistencia” y una “victoria” (en la “Noche
triste”), tal vez sea el intento de camuflar el complejo de inferioridad del
mexicano ante lo europeo. O bien, prosiguiendo la idea del premio Nóbel, ante
la soledad y la inseguridad, para enfrentar la vida, el mexicano prefiere
ponerse una máscara, en este caso la fiesta, y si la conmemoración no
corresponde a los datos historiográficos, la cambiamos…
Tal vez sería bueno rescatar la interpretación histórica que teníamos en
la década de 1960, en ese período se construyó el conjunto arquitectónico de
Tlatelolco en la Ciudad de México, y frente a la Iglesia de Santiago, se colocó
esta placa conmemorativa:
El 13 de agosto de 1521
Heroicamente defendido
por Cuauhtémoc
Cayó Tlatelolco en
poder de Hernán Cortés
No fue triunfo ni
derrota
Fue el doloroso
nacimiento del pueblo mestizo
Que es el México de hoy