Foto: Diario El Debate, 3/9/25
Por José Luis Ramírez Vargas
Si creíamos que el Estado laico era una realidad
consolidada en nuestro México, desde la promulgación de las Leyes de Reforma
del presidente Benito Juárez, estábamos equivocados. Este 1° de septiembre, los
medios de comunicación han publicado una ceremonia religiosa llevada a cabo en
la toma de posesión de uno de los tres poderes de la República. Para asumir el
cargo, los miembros de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación llevaron
a cabo un acto religioso, primero de purificación, realizado en sus oficinas e
instalaciones; posteriormente fue completado por un ritual de consagración
de los bastones de mando. No, estimado lector, no se trató del epílogo de una
Santa Misa o de una bendición sacada del Ritual Romano, sino de la puesta en
escena de antiguos ritos provenientes de la herencia religiosa mesoamericana.
La jornada comenzó con un rito sagrado de purificación,
utilizando copal y sahumerios, para “limpiar energías”, llevado a cabo por
personas provenientes de diversas comunidades indígenas. Se mencionaron
deidades ancestrales como Tonantzin y Quetzalcóatl y hubo ofrendas simbólicas
con alimentos, flores, semillas y velas. Posteriormente, se realizó la
“consagración” o entrega de los bastones de mando, representativos de liderazgo
comunitario, a los nuevos ministros. Para este rito, festivo-religioso, el
sitio escogido fue la zona arqueológica de Cuicuilco, al sur de la Ciudad de
México, centro urbano y ceremonial, uno de los más antiguos de Mesoamérica.
Llama la atención en estas ceremonias la amalgama de
divinidades a las que se hizo referencia, vinculadas unas a fuerzas naturales como el fuego, el agua,
la fertilidad y el sol, o a dioses personales como Quetzalcóatl, Tonantzin. Los
rituales que se realizaron provenian de diversas épocas y culturas. Por
ejemplo, la entrega ritual del bastón de mando tal como se realiza hoy en día
es una creación reciente, mezcla de herencias indígenas prehispánicas y
coloniales a la que se ha dado una connotación política.
Ante estos hechos, si echamos un ojo a los artículos 40 y
130 de nuestra Carta Magna, podemos deducir lo siguiente: Que un poder público
no puede organizar un acto religioso ni como tal formar parte en dicho acto,
porque eso significaría tomar partido por una determinada religión, y romper la
neutralidad del Estado laico. A tenor de dichos artículos, el gobierno no puede
favorecer a ninguna religión ni puede identificarse oficialmente con alguna. Por
esta razón, nos preguntamos: ¿en dónde quedó el espíritu y la letra de lo
promulgado por la ley? ¿acaso no se le ha reclamado en años recientes a la
Iglesia la más mínima intervención en algún asunto protocolario o político
calificándolo como violación al Estado laico? Las preguntas quedan en el aire.
Volviendo al tema del acto festivo-religioso de la toma de posesión de la nueva
SCJN, en donde confluyeron los más diversos ritos, tal vez hizo falta hacer una
alusión -al menos simbólica- a ese rito, el más importante para las culturas
mesoamericanas, de los sacrificios humanos. En ellos se alimentaba a los dioses
con corazones humanos para que el universo siguiera existiendo, se garantizara
la fertilidad de la tierra y legitimara la autoridad de los poderes
político-religiosos. Sin embargo, nos es lícito suponer que, detrás de esos
rituales de purificación, de consagración y de entrega del bastón de mando al
nuevo poder judicial subyace o se esconde ese rito central que reafirmaba el
poder del Tlatoani y fortalecía la salvaguarda del orden político-social ¿Quiénes
son ahora las víctimas a sacrificar?
Recordemos a Octavio Paz, en su “Postdata al Laberinto
de la soledad”, en donde planteaba cómo un Estado moderno -y de tendencias
totalitarias- reproduce, bajo otras formas, esos antiguos rituales, ahora como
sacrificios humanos al ídolo moderno del poder y del Estado. Si bien su
interpretación hacía referencia a la matanza del 2 de octubre de 1968, toda
proporción guardada, ahora el Estado, disfrazado de “transformación”, actúa
como heredero de un poder sagrado que exige sangre simbólica para legitimarse. No
hemos roto, decía Paz, con la lógica sacrificial antigua, sino que la hemos
transformado en una práctica política contemporánea. El poder político -unido
al judicial y legislativo- reclama hoy víctimas para sostenerse, llámense éstas
“corrupción”, “neoliberalismo”, “conservadorismo” u otros. ¿Cómo salir del
esquema sacrificial al que recurre ahora ritualmente el Estado? No cabe duda,
concluía Octavio Paz, que urge una apertura democrática, la crítica y el
diálogo como únicas salidas al ciclo de violencia.
P.S. Que el Estado sin dejar de ser laico considere a la
Iglesia -y las iglesias- como interlocutores y artífices para la construcción
de una sociedad más justa e igualitaria. No es necesario recurrir a
ritos ancestrales que, en el presente, fuera de lo simbólico, ya no tienen
ninguna fuerza representativa en la sociedad.