lunes, mayo 06, 2024

LOS OBISPOS MEXICANOS EN UNA ÉPOCA DE TURBULENCIA SOCIAL Y POLÍTICA… 1910 – 1920

Por José Luis Ramírez Vargas


La Historia es maestra de la vida”, decía el orador y literato latino Marco Tulio Cicerón, frase que el gran historiador de la Cristiada Jean Meyer solía completar diciendo: “lástima que esa maestra tenga tan pocos alumnos”. Este pensamiento viene a colación cuando una situación o problemática social nos invita a retroceder en el tiempo para extraer algo de lo vivido por las generaciones pasadas en un contexto similar (digo “similar” por aquello de que “la historia no se repite”) alguna enseñanza, aunque sea sólo a modo de comparación, que nos ayude a discernir o entender mejor nuestro presente.

No fue nada fácil para una generación de la Iglesia Católica que, durante las décadas 1880 a 1910, había vivido un período de bonanza y expansión gracias a la “política de conciliación”, o “modus vivendi” implantada de facto por el gobierno de Porfirio Díaz, el tener que afrontar luego un cambio radical de paradigma político a partir de un movimiento revolucionario. Su iniciador, Francisco I. Madero tenía, a pesar de su formación espiritista, una postura “incluyente” -como diríamos hoy- con respecto a la Iglesia Católica, en el México democrático  de su proyecto, lo decía así en La sucesión presidencial:  El clero mexicano ha evolucionado mucho desde la Guerra de Reforma pues lo que ha perdido en riqueza lo ha ganado en virtud… no nos parece oportuno asustarse con la influencia del clero porque éste se ha identificado con las aspiraciones nacionales, y si llega a ejercer alguna influencia moral en los votantes, será muy legítima[1].

Sin embargo, la jerarquía católica reaccionó con posturas discrepantes ante el estallido de la Revolución maderista programada por el Plan de San Luis. Así, mientras el obispo de Linares (Monterrey) Leopoldo Ruíz y Flores publicaba en 1911 una carta pastoral recordando a los fieles el respeto y obediencia a la autoridad constituida desaprobando la violencia armada [2], el arzobispo de México, a la par de otros obispos, apoyaban un cambio con justicia social y exigían un Estado de Derecho.

Al año siguiente, el nuevo arzobispo de Linares (Monterrey), Francisco Plancarte y Navarrete, en una Carta pastoral, junto con otros obispos firmantes, mostraba su beneplácito por el resultado de las elecciones de 1912: Por primera vez nos ha sido dado presenciar en nuestra Patria el espectáculo de unas elecciones verdaderamente democráticas, por cuanto en la lucha electoral han podido tomar parte los católicos mexicanos, formando un partido político… junto a los liberales de diversas denominaciones…primer paso de México …en las verdaderas prácticas democráticas… que muchos liberales de buena fe concuerden con vosotros al veros intransigentes en los principios… pero al mismo tiempo muy transigentes dentro de la doctrina católica, con las necesidades de la época…” [3]. El Partido Católico Nacional había logrado, en esas elecciones una abrumadora victoria en varios estados.

No hay que olvidar que este partido, creado en 1911, nunca contó con la aprobación de la totalidad el episcopado, en particular de los que anhelaban el orden y la paz de la década anterior, ni tampoco con un sector al interior del mismo partido, sector que no apoyó a algunos de los ministros del gabinete maderista. A pesar de la elogiosa labor de muchos de sus líderes, los católicos habrían entendido que el pensamiento de la Iglesia y el mismo mensaje evangélico no podían ser el monopolio de un partido político. El Partido Católico sería suprimido durante el gobierno del general Victoriano Huerta.

La toma del poder por parte del gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza y el Ejército Constitucionalista, luego de la dimisión del gobierno usurpador de Victoriano Huerta en 1913, trajo consigo una despiadada persecución religiosa, reacción que se debió a la acusación en bloque que se hizo a la Iglesia por una supuesta una alianza con el régimen de Huerta. Los obispos fueron exilados sin juicio alguno, hubo saqueos, asesinatos y violaciones. Sin embargo, esa ayuda de la Iglesia -salvo casos aislados- nunca se dio, en palabras del propio general Huerta: “El Partido Católico me prometió ayuda, y me la prometieron los Príncipes de la Iglesia Mexicana, pero no me la llegaron a dar. Los católicos se conformaron con no atacarme, tal vez algunos hayan dado ayuda moral a autoridades secundarias, pero la ayuda que me podían haber dado…  el dinero, esa no me la dieron…” [4].

 El arzobispo de México José Mora y del Rio, en una carta dirigida al Papa Benedicto XV aclaraba a ese respecto el motivo de un préstamo forzado: “Aunque sí es verdad que yo mismo presté al señor Huerta 17,000 pesos de plata, mas no para la conspiración -habiéndose ésta ya consumado- sino para pagar el sueldo de los soldados, pues al no hacerlo de inmediato, se temía que la ciudad fuera saqueada… un rumor calumnioso de mi auxilio prestado al señor Huerta corrió de boca en boca ya antes del triunfo de la revolución…” [5].

En el estado de Nuevo León, el gobernador constitucionalista Antonio I. Villarreal publicó un decreto en abril de 1914 ordenando entre otras cosas, la expulsión del país de los sacerdotes extranjeros y el confinamiento en Monterrey de los sacerdotes locales, la quema de confesionarios y de las imágenes de santos, etc., Este gobernador de la corriente de los Flores Magón, acusaba, desde su ideología, al clero de corrupto y de ser una amenaza para México. Los alcaldes de los municipios fueron procedieron a dar cumplimiento de inmediato a ese decreto persecutorio. Entre otros destrozos llevados a cabo durante el nefasto período del carrancismo en Nuevo León, se recuerda la demolición del templo y convento franciscano de San Andrés, el monumento más antiguo de la ciudad, la vandalización y la destrucción de la biblioteca del obispo Francisco Plancarte, eminente arqueólogo e historiador [6]. El arzobispado respondió enérgicamente al decreto de Villarreal denunciando el atentado a la libertad religiosa y negando cualquier injerencia del clero en asuntos políticos [7].

De especial relevancia es la Carta pastoral conjunta de los arzobispos de Michoacán Leopoldo Ruiz, y de Linares (Monterrey) Francisco Plancarte el 25 de marzo de 1920, durante la pugna Obregón-Carranza, y ante las elecciones que se seguirían.

…”los católicos están obligados a empeñarse por cuantos medios legales estén a su alcance, sin recurrir a la rebelión, por conseguir la adaptación de las leyes a los principios de la sana libertad a que tienen derecho… a depurar las leyes por cuanto puedan contener de injusto o de inmoral, y concurrir a la elección para todo puesto público en la que deben votar por ciudadanos rectos… que sepan preferir el bien público a sus intereses o a los de partido… y en caso de que ninguno de los propuestos reúna las condiciones deseadas, pueden aceptar el menos peligroso para su libertad religiosa y derechos naturales, y el que consideren más apto para el desempeño del cargo” [8].

Y con especto al derecho y obligación de los laicos en la participación ciudadana, los obispos añaden: “Toca a los católicos seglares el determinar el modo y la oportunidad de ejercer sus derechos políticos sujetándose a las leyes… Libres son para agruparse con tal objeto, ya sea formando un partido, o adhiriéndose a uno de los ya formados, si su conciencia lo permite. Libres también son para escoger sus candidatos, o para unirse colectiva o individualmente, a alguno de los que hubiere propuestos; pero en ningún caso la agrupación o agrupaciones que se formen podrá considerarse como representante oficial de la Iglesia Católica ni órgano de los Prelados” [9].

Los obispos de esa época tenían muy clara su misión “eminentemente religiosa”, tal vez por la experiencia dolorosa de épocas muy anteriores en la Historia de la Iglesia, habían aprendido que la Iglesia no podía identificarse con ningún tipo de régimen. A través de los siglos, la Iglesia vivirá la paradoja de reconocer a toda autoridad como constituida por Dios (Rom 13, 1 y ss.) y, en algunos casos, de no sujetarse a ella, cuando está de por medio el faltar a su misión evangelizadora (Hechos, 5, 29 – 31), o alzar la voz para defender sus derechos. En el presente, los laicos católicos hemos aprendido que la participación activa en la vida pública es un deber ineludible, como parte de nuestra vocación como cristianos[10].



[1] Francisco I. Madero, La sucesión presidencial. Citado por Romero de Solís, José Miguel. El aguijón del espíritu: historia contemporánea de la Iglesia en México, 1895 – 1990. México: Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, 1994, p.156

[2] Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Linares n°2. Monterrey, febrero de 1911, p. 22 – 23

[3] Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Linares n°9. Monterrey, septiembre 1912, p. 131 - 135.

[4] Huerta Márquez, Victoriano. Memorias. México: Librería de Quiroga, 1915, p. 52 – 53

[5]  González Morfín, Juan. La situación de la Iglesia católica en los años 1914-1916 en una carta que nunca llegó al papa en: Relac. Estud. hist. soc. vol.38 no.149 Zamora mar. 2017. https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-39292017000100139

[6]  Flores Torres, Oscar. El constitucionalismo en Nuevo León, el gobierno de Antonio I. Villarreal, en: Nuevo León en el siglo XX, la transición el mundo moderno, del reyismo a la reconstrucción/ César Morado, coord.  Monterrey: Fondo Editorial de nuevo León, 2006, p. 55 - 60

[7] Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Monterey. Correspondencia de Obispos. 1910 – 1920

[8] Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Linares n°4, abril 1920, p. 127 - 128

[9] Ibidem.

[10] Catecismo de la Iglesia, 2238 – 2240. Para una explicación magistral sobre el tema, ver la Nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 21 de noviembre de 2002, “sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”. Firmada por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger. https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20021124_politica_sp.html

 

 

 


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