viernes, febrero 27, 2009

Un tesoro: recuerdos familiares por Raúl Espinoza Aguilera

El próximo domingo primero de marzo se celebra el Día Nacional de la Familia. Desde el sexenio del Presidente Vicente Fox se instituyó esta conmemoración y este año, teniendo como marco de referencia el reciente Encuentro Mundial de las Familias, me parece que cobra especial relevancia por los importantes conceptos que en esta trascendental reunión se vertieron.

“Reconocer y ayudar a la familia –afirmó el Cardenal Norberto Rivera en la inauguración de este Encuentro– es uno de los mayores servicios que se puede prestar hoy en día al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana”.

También, muy interesantes, valientes y de gran actualidad, me parecieron, en esta misma ocasión, las palabras de Mons. Carlos Aguiar Retes, presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano:
“La familia es patrimonio de la humanidad, por ello es necesario valorarla y cuidarla. En la actualidad, la familia sufre situaciones adversas provocadas por el secularismo y el relativismo ético, por los diversos flujos migratorios, por la pobreza, por la inestabilidad social y por las legislaciones civiles contrarias al matrimonio, que al favorecer los anticonceptivos y el aborto, amenazan el futuro de los pueblos”.

El propio Presidente de la República declaró: “El hogar es la primera fuente de educación que permite desarrollar todas las demás capacidades del ser humano, es ahí donde se forjan y se transmiten los valores culturales, éticos, sociales y espirituales. (...) La familia no sólo es el corazón de México, sino el corazón de toda sociedad”.

Estas profundas reflexiones me llevaron a recordar a mi propia familia. Tengo muy grabada en la memoria las conversaciones con mi abuelo materno. Recuerdo que me fascinaban sus historias porque le había tocado vivir muy de cerca la Revolución Mexicana en el sur del estado de Sonora.
Sentado en el sillón central de la sala de su casa, me contaba animadamente y con bastante detalle, por ejemplo, cuando en Navojoa se inició el movimiento revolucionario. Sobre aquel célebre lema de “Sufragio Efectivo y No Reelección” dirigido contra Porfirio Díaz.
Me comentaba que escuchó de viva voz los discursos de Don Francisco I. Madero, de Don Venustiano Carranza, y me narraba el fuerte impacto social que causaron. Conoció también a Adolfo de la Huerta, al General Maytorena, al General Topete, al General Plutarco Elías Calles. Tenía especial trato con el General Álvaro Obregón, a quien solía visitar en Huatabampo, Sonora.
También me relataba cómo algunos miembros de las tribus de los valles del yaqui y del mayo se incorporaron, con gran eficacia por su temple aguerrido, bajo las órdenes del General Obregón, que a la postre, y en buena parte, contribuyeron al triunfo de la Revolución. Todo ello me parecía una clase de historia de México narrada por un testigo ocultar de los hechos. Apasionante, sin duda.

De igual forma, me relataba –con mucha gracia– la sorpresa que causó en el pueblo cuando el primer automóvil circuló por sus polvorientas calles, la instalación de la primera modesta central telefónica y la planta de luz eléctrica, el primer avión que aterrizó, que fue todo un acontecimiento regional, etc.

Platicábamos, además, de literatura, de libros best-sellers, de política nacional e internacional, de sus experiencias como pionero en el Valle del Mayo en la agricultura y en la ganadería. Sus vivencias, sus recuerdos, sus memorias... Era mi abuelo, pero también era mi amigo y mi interlocutor. Me aconsejaba, me contaba buenos chistes, y me corregía cuando tenía qué hacerlo.
Los días como su santo –San Alejo–, el 10 de mayo y otras fechas, pasábamos todo el día en casa de los abuelos maternos, porque los paternos ya habían fallecido. Se solía reunir prácticamente toda la familia. Eran once hermanos y cada uno tenía un promedio de cinco hijos, más otros parientes. Con lo cual, aquellas reuniones en la casa grande eran numerosas y resultaban muy entrañables y gratas por su alegría y sentido familiar. Después de la comida, los nietos organizábamos diversos juegos infantiles. Era todo un día de fiesta.

En nuestro país, esto último –gracias a Dios– es un hecho común y habitual. Las familias, pese a las dificultades externas e internas, en su gran mayoría han permanecido unidas y se reúnen con frecuencia.

Un amigo me comentaba, hace pocos días, que la actual crisis financiera en Estados Unidos era una verdadera tragedia de enormes dimensiones. Sin embargo, en México, comentaba que como somos un pueblo solidario y los miembros de cada familia se ayudan entre sí, hemos salido adelante en medio de numerosas crisis económicas: la del 76 con Luis Echeverría, la del 82 con José López Portillo, la del 95 con Ernesto Zedillo... Me parece que tiene mucha razón.
Pero volviendo a los recuerdos familiares, la mayor de mis tías enviudó muy joven, teniendo siete hijos. Siempre contó con el apoyo y la ayuda de los abuelos y de sus hermanos. Además que ella era una mujer de carácter fuerte y temple de acero, con su empeño y dedicación logró darles una estupenda educación materna (con la fortaleza del padre fallecido y el cariño de madre), y logró inscribir a sus hijos en buenas universidades.

Cuando algún hijo tuvo un descalabro económico, se ocupó, del mismo modo, de ayudar en los estudios a sus nietos. El resultado es que actualmente algunos de ellos son destacados profesionistas y todos son padres dedicados y responsables. No cabe duda, el ejemplo de la madre ha sido un factor decisivo. Ahora tiene 86 años, se mantiene saludable, alegre y jovial, y su mayor satisfacción –como es lógico– es la familia que ha logrado consolidar.
Cuando la visito, me suele mostrar las fotografías de toda la familia distribuida por diversos puntos del país y me presume a sus bisnietos. Sobre sus nietos jóvenes y apuestos, me dice bromeando y con orgullo: ­–¡Mira qué “buena percha” tienen mis nietos! ¡Se les nota que son de muy buena raza sonorense!

Recientemente falleció mi madre. Antes de morir me comentaba que lo que más agradecía a Dios era precisamente ese sentido de unidad familiar. Recordaba, con nostalgia, aquellas inolvidables fiestas con toda la numerosa prole.

Por ley de vida, muchos de mis familiares mayores ya han fallecido. Pero eran reuniones que, sin lujos ni gastos excesivos, simplemente consistían en un agradable encuentro, siempre formativo para todos los hijos y nietos.
Me parece que cada quien, amigo lector, podría contar su propia historia familiar y el modo como –de un modo espontáneo y natural– fuimos aprendiendo virtudes y valores en el seno de nuestro hogar.

Por otra parte, sabemos que existen intereses creados por acabar con el sentido tradicional de la familia. Hay países donde los lazos familiares se han desdibujado. No tienen propiamente un sentido del matrimonio ni de la familia. Los hijos son escasos y, por lo tanto, las tasas de natalidad están teniendo un alarmante decrecimiento.

Muchos especialistas en demografía coinciden en señalar, por ejemplo, que hacia el 2040 ó 2050, Europa será un continente –en su gran mayoría– de ancianos, sin suficientes jóvenes para atender las demandas laborales ni tomar el relevo generacional. Todo esto ha ocurrido porque se ha perdido el verdadero sentido de la familia.

Recuerdo que en mis clases de Civismo se nos insistía en la idea de que “la familia es el pilar de la sociedad”; que un conjunto de familias sanas conforman y sustentan a una sociedad sana. Y viceversa: muchos de los problemas sociales que padece nuestra comunidad, como son: la drogadicción, los divorcios, los abortos, la violencia, determinados trastornos psíquicos, etc., tienen como raíz una inadecuada educación familiar, los conflictos entre los cónyuges, la falta de unidad entre sus miembros, una deficiente comunicación de valores humanos y espirituales de los padres hacia sus hijos... Por ello, concluyo que –hoy más que nunca– es importantísimo el papel de los padres, tíos y abuelos en la formación de sus hijos, sobrinos y nietos, para inculcarles sólidos valores y virtudes. Que lo primero es predicar con el propio ejemplo. Y que la familia es un valioso tesoro que tenemos no sólo que agradecer, sino también cuidar y preservar en este tiempo presente, y pensando también en transmitir este rico legado a las futuras generaciones.

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